Hace poco acabé una canción que empecé hace unos 20 años,
una canción de morir y resucitar en la que me recordaba que “todavía soy un
niño”. Nada más terminarla escribí otra, pero esta vez, más o menos en un día.
Era un día de huelga contra los recortes en educación, y en particular contra
el despido de maestros. Me levanté tarareando: necesitaba escribir una nueva
“canción protesta”, pero también tenía pendiente escribir una canción infantil.
Y al final salió, mi nueva “canción protesta” y mi primera canción para niños;
era la misma, y se la dediqué a mis alumnos/as de 5 años: Mi perro.
Siempre enseñamos a los niños a obedecer pero, quizá por todo
lo que están haciéndonos, creía necesaria una canción infantil en la que se
relativizara el valor de la obediencia, una canción para aprender a
desobedecer. Les conté cómo era mi perro, hablamos un poco de a quién debíamos
hacer caso y a quién no… Saqué de su funda a la “Señora Guitarra” y fuimos
aprendiendo la canción. Para mi alegría, enseguida la hicieron muy suya: enfatizando
algunas frases, cantándosela uno a otro en cualquier momento, haciéndome
preguntas sobre el animal como que cuándo iba a traerlo al cole o cambiando
siempre un verso de lugar: preferían cantar “a mi perro yo le quiero un montón”
que “mi perro me quiere un montón”. Así que una mañana grabé cómo cantaban esa
y otras canciones: El lobito Lolo, Canción del pescador,… Para su sorpresa, al
final del curso, les regalé un disco con sus voces, la mía y la de mi perro
cantando a mi lado (que entraba y salía del estudio).
Como no podía ser de otro modo, ha sido un curso lleno de
música: cantábamos todos los días nada más comenzar la jornada, escuchábamos a
los pájaros del jardín de al lado, tocábamos instrumentos de percusión, nos
relajábamos escuchando música clásica o celta y bailábamos So lonely, con sus cambios de ritmo. Unos niños reconocían en la
portada del disco de Bob Dylan al chatarrero, otros tarareaban a Debussy (nota
por nota), otros me pedían la canción de Police otra vez,… Espero que pasen un verano
feliz.
José Luis Sampedro, a los 96 años y tan joven, se ha
marchado. Justo hoy, antes de saberlo, leía su prólogo en ¡Ingidnaos!, de Stéphane Hessel.
Conocí a Sampedro hace años, cuando vino a Alicante a dar
una conferencia al instituto de secundaria en el que yo estudiaba. Ese día dio
dos consejos a los jóvenes que aspirasen a escribir, dos consejos que a mí me
han acompañado a la hora de hacer canciones. Uno de ellos era dejar de hacerlo:
si después de ello seguías sintiendo la necesidad de volver a escribir, debías
continuar; nunca he dejado de hacer canciones de manera consciente, pero cuando
la música ha estado menos presente en mi vida, he tenido que volver a ella. El
otro consejo era el de no imitar a nadie: Sampedro venía a decir que, aunque al
final fueras más o menos original, tu punto de partida sí debía serlo.
Después de aquella conferencia busqué sus libros. Comencé
por La sonrisa etrusca y por la
recopilación de relatos Mientras la
tierra gira. Entonces no podía saber que, además de mi vinculación
emocional al personaje y su obra, Sampedro sería para mí un referente humano y
político que nos alienta, parafraseando a Raimon, a decir no: “Digamos NO. Negaos. Actuad. Para empezar,
¡INDIGNAOS!”. Así lo haremos, José Luis; así que mientras tanto, descansa
en paz.
Cuando nació esta melodía, sabía que a través de ella, tenía
que cantar del circo. Ya tenía el escenario, y los personajes, todavía
inmóviles como estatuas humanas: los payasos, el mago, el trapecista, el león y
el elefante…, los espectadores. Una noche los personajes empezaron a moverse
poco a poco y a articular palabras en mi oreja, desvelándose cada uno de ellos ante
mí como lo habría hecho un espejo. Dicen que todas las canciones tienen algo de
autobiográfico, pero no esperaba que este circo ambulante iba a cantar, a
través de mí, tanto de mí: creo que es una de mis canciones de las que estoy más
cerca, de las más sinceras.
El circo de Alfonso.
El pequeño Alfonso, mi alumno de 5 años, decía el otro día que los que iban al circo en su dibujo, se refugiaban de la lluvia; tenía
razón (y corazón): qué mejor sitio para refugiarse de los truenos que un circo,
yo también lo hago. Y tiene que llover,
como canta mi querido Pablo Guerrero, y lucharemos desde una atalaya de magia,
música y poesía como la de Alfonso, bajo el trueno del tambor que nunca deja de sonar.
Soy un circo ambulante, ya comienza la función (en el fondo siempre quise ser tu centro de atención). Aquí están mis torpes manos como garras de león, de las tuyas lluvia fresca para mi imaginación…
Y soy el payaso tonto si me muestro como soy, cuando sé decir “te quiero” y mi verso entero doy. Cuando soy payaso triste tengo toda la razón, y una lágrima tatuada de la piel al corazón…
Al anochecer se baja el telón: soñé que al despertar aún quedaba un espectador.
Elefante que se sienta en taburete a recordar: la memoria frena el tiempo del pesado caminar. En el paso lento y firme las orejas me guiarán por la senda donde nadie ha podido regresar, nadie pudo regresar.
Trapecista como el ángel entre luz y oscuridad bajo el trueno del tambor que nunca deja de sonar, hasta que aparece el mago: de un incendio y un temblor, donde nadie lo esperaba, ha sacado una flor, ha nacido una flor.
Al anochecer se baja el telón: soñé que al despertar aún quedaba un espectador.
Ya se va el circo ambulante, ya termina la función. La verdad, tú ya lo sabes, hoy buscaba tu atención. Yo no dejo de moverme, es ilusa mi ilusión: es que no te hayas ido cuando acabe la función, cuando acabe mi canción.
Al anochecer se baja el telón: soñé que al despertar aún quedaba un espectador.
Y al amanecer se sube el telón: soñé y al despertar aún quedaba un espectador.
En esta canción hay una referencia al Mago de Oz, a cada uno de los deseos que los protagonistas querían pedirle. En ocasiones he puesto esta película en mis clases de música en primaria, con la agradable sorpresa de que, a pesar de que ahora nos parece hecha con medios rudimentarios, aún emociona a los niños de hoy. Lo que no me gusta es que algunos de los personajes secundarios que ayudan a Dorothy, parecen militares desfilando, tengo que decirlo; por lo demás, creo que también nos habla del gigante que hay en nosotros.
Al cabo de un rato nadando, le pregunté al
mar dónde podía encontrar la felicidad; él me contestó: “la hallarás en la
orilla, porque es esponjosa y suave, pero has de saber que también la dicha es
fugaz y cesará conforme te disuelvas en la arena mojada”. Cuando terminó de
hablarme le di las gracias y empecé a nadar hacia la orilla, pues pensé que
aunque, como el mismo mar me advertía, nada fuera eterno, no tenía más remedio.
Llegué. Pequeñas olas acariciaban mis pies.
Entonces recordé el aviso del mar, ese aviso que reiteraba con las olitas
disolviéndose en la orilla como un eco de sus palabras; asustado de disolverme
yo también, seguí caminando al frente hasta llegar a un arenal seco, menos
agradable que su hermano siamés pero más seguro. Caminando sobre él, el sudor
resbalaba por mi cara hasta llegar a la boca, saboreé su amargura: de nuevo me
sentía desdichado. Así, le lloré al arenal lo que me había pasado y me habló de
esta manera: “serás feliz una vez hayas escalado esa alta montaña, pues desde
ahí contemplarás la verdadera belleza de nuestro paisaje, cómo el océano besa
la tierra con labios de espuma”. Le agradecí sus palabras, que me habían dado
la fuerza necesaria para que mis pies parecieran andar solos, mientras que mi
mente sólo se ocupaba de imaginar generosamente el paisaje.
Pasó mucho tiempo desde que empecé a caminar
hacia el monte hasta que llegué a la anhelada cima, y ello supuso dos cosas: la
primera, que ya había anochecido y evidentemente era imposible ver la
panorámica de la playa; la segunda, que estaba agotado y pronto, mientras
miraba al cielo, me dormí...
Soñé que como estaba triste en una oscura
montaña, volaba hacia las estrellas buscando su luz y, ya cerca de ellas, les
preguntaba si acaso en su belleza encontraría la felicidad. “No la hallarás en
nosotras -me dijeron- que no somos más que prisioneras y esclavas de la
oscuridad, que somos luz para la noche pero nunca hemos visto el día. No
seremos tan bellas como dices si así nos trata el cosmos, quienes si han de
serlo son aquellas estrellas de mar brillando allá abajo, ése es tu sitio, ve
tú que puedes...”
Desperté con el sol sin poder decirle a las
estrellas que su rostro se reflejaba en el mar, que las estrellas marinas que
envidiaban eran sólo la sombra de su luz. Ahora necesitaba cumplir su última
voluntad, ir adonde ellas no habían podido. Antes, miré desde la cima, pero
además de que ya había decidido marchar en honor a la constelación de mi sueño,
la propia belleza del paisaje me animaba a acercarme una vez más al mismo.
Cuando volví a bañarme en el mar, le sonreí
reflejándome en él y fue como si él me sonriera. Y sonreí porque era la primera
vez que lo miraba quedamente y en su espejo observé que tenía brazos con los
que nadar, pies para poder andar, manos para escalar y alas para, entre nubes,
volar.