Al cabo de un rato nadando, le pregunté al
mar dónde podía encontrar la felicidad; él me contestó: “la hallarás en la
orilla, porque es esponjosa y suave, pero has de saber que también la dicha es
fugaz y cesará conforme te disuelvas en la arena mojada”. Cuando terminó de
hablarme le di las gracias y empecé a nadar hacia la orilla, pues pensé que
aunque, como el mismo mar me advertía, nada fuera eterno, no tenía más remedio.
Llegué. Pequeñas olas acariciaban mis pies.
Entonces recordé el aviso del mar, ese aviso que reiteraba con las olitas
disolviéndose en la orilla como un eco de sus palabras; asustado de disolverme
yo también, seguí caminando al frente hasta llegar a un arenal seco, menos
agradable que su hermano siamés pero más seguro. Caminando sobre él, el sudor
resbalaba por mi cara hasta llegar a la boca, saboreé su amargura: de nuevo me
sentía desdichado. Así, le lloré al arenal lo que me había pasado y me habló de
esta manera: “serás feliz una vez hayas escalado esa alta montaña, pues desde
ahí contemplarás la verdadera belleza de nuestro paisaje, cómo el océano besa
la tierra con labios de espuma”. Le agradecí sus palabras, que me habían dado
la fuerza necesaria para que mis pies parecieran andar solos, mientras que mi
mente sólo se ocupaba de imaginar generosamente el paisaje.
Pasó mucho tiempo desde que empecé a caminar
hacia el monte hasta que llegué a la anhelada cima, y ello supuso dos cosas: la
primera, que ya había anochecido y evidentemente era imposible ver la
panorámica de la playa; la segunda, que estaba agotado y pronto, mientras
miraba al cielo, me dormí...
Soñé que como estaba triste en una oscura
montaña, volaba hacia las estrellas buscando su luz y, ya cerca de ellas, les
preguntaba si acaso en su belleza encontraría la felicidad. “No la hallarás en
nosotras -me dijeron- que no somos más que prisioneras y esclavas de la
oscuridad, que somos luz para la noche pero nunca hemos visto el día. No
seremos tan bellas como dices si así nos trata el cosmos, quienes si han de
serlo son aquellas estrellas de mar brillando allá abajo, ése es tu sitio, ve
tú que puedes...”
Desperté con el sol sin poder decirle a las
estrellas que su rostro se reflejaba en el mar, que las estrellas marinas que
envidiaban eran sólo la sombra de su luz. Ahora necesitaba cumplir su última
voluntad, ir adonde ellas no habían podido. Antes, miré desde la cima, pero
además de que ya había decidido marchar en honor a la constelación de mi sueño,
la propia belleza del paisaje me animaba a acercarme una vez más al mismo.
Cuando volví a bañarme en el mar, le sonreí
reflejándome en él y fue como si él me sonriera. Y sonreí porque era la primera
vez que lo miraba quedamente y en su espejo observé que tenía brazos con los
que nadar, pies para poder andar, manos para escalar y alas para, entre nubes,
volar.
© David Luis.
Publicado en el nº 1 de la revista Libelo, en el 2000.